A Sebi, Mau y Xime.
Ustedes no lo saben. ¿Cómo podrían saberlo? Pero la historia de nuestra cercanía se gestó, ahora puedo decirlo, desde el vientre de nuestras madres hermanas. Si a ella la concibieron, digamos, por poner una fecha, en enero de 1967, yo aparecí como posibilidad en abril del mismo año. De modo que cuando Paulina nació, el 21 de septiembre, a mí me faltaban aún cuatro meses para arribar a la Tierra.
Una circunstancia feliz, haber enviado a alguien de avanzada. Nomás llegar, como quien baja de un tren, tuve el alivio de hallar un rostro conocido en el andén con olor a sala de hospital, agitando la mano. Un gesto de eufórica alegría. Tal vez curiosidad ante ese ser minúsculo envuelto en cobijas claras. Una certeza: Paulina Trujillo me dio la bienvenida al mundo. Y aunque nadie nunca me lo ha confirmado, sé de cierto que hizo la promesa solemne de acompañarme en mi tránsito por la vida. Los hechos lo probarían más adelante.
Es como si la Paulis, Piola, Paulina Elena hubiese adivinado, a edad muy temprana, mi aprehensión habitual, cada vez que me enfrentaba a situaciones difíciles o inesperadas, como subir a la cumbre de los costales de azúcar, apilados en un cuarto enorme en casa de la abuela, dar saltos y maromas en las rutinas del pentatlón o el temor al primer día en una nueva escuela.
Paulina fue siempre fuerte. Lo mismo practicaba karate que hacía el salto del tigre, atravesando el aro de fuego sin pestañear. Me parecía, entonces, tan alta como su tía Juani de Ocosingo, pero a diferencia de aquélla, más enérgica, la Pauli tenía el sello de la afabilidad que nos hacía sentir bienvenidos a todos y además le permitía ser bien recibida a donde quiera que iba. Pocas personas he conocido con esa habilidad de granjearse la amistad de las personas más diversas: los fresas, los hippies, los nerds, las balas perdidas, los activistas, los insólitos, los inclasificables y hasta los impresentables. Yo la veía, pertrechada en mi muro de timidez y solemnidad, andar de Ocosingo a San Cristóbal, de la escuela primaria Flavio A. Paniagua a la Josefa Ortiz, adaptándose a los nuevos amigos sin olvidar o preocuparse por los de antaño. El mundo era el lugar donde ella ponía los pies.
La imagen de la Paulis niña quedó inmortalizada en una película del abuelo Ramiro, que todos los primos bautizamos como “El aterrizaje de la Paulina”. La grabación, sin sonido, duraba unos segundos. Se la veía correr, con el cabello rizado e inexplicablemente rubio. Sospechamos que a la tía Paty se le pasó la dosis de peróxido o el tiempo de tener los rulos en la cabeza. Por esa moda de los rizos, quedó hecha una Shirley Temple que caía al suelo después de una carreriza. Esa grabación breve se transmitía junto con otras, las tardes de domingo, en funciones especiales organizadas por el abuelo Ramiro. Eran filmaciones caseras o fragmentos de películas de Disney, sin sonido, con un proyector de enormes carretes, que el abuelo había conseguido en sus frecuentes viajes a la ciudad de México. A nuestra corta edad, no nos percatamos de que el abuelo viajaba, primero porque le gustaba visitar la capital y luego porque enfermó e iba a tratarse a la ciudad de México. Viajes y quimios para prolongar la vida y las funciones unos meses más. Un día nos dijeron que no hiciéramos ruido en el patio porque el abuelo descansaba en su habitación; otro más, que había muerto. Por alguna razón que no entendí, ese día no fuimos al funeral ni a la escuela. La muerte no entraba en el imaginario de cuarto año de primaria.
Alguna vez, en una reunión de trabajo, la Pauli se encontró al Benito, antiguo compañero de banca en la Josefa. Está igualito, me dijo. Eso me trajo a la memoria a un personaje diminuto, de pelo espinudo, eterno contendiente de Elenita Monroy, por el primer lugar del grupo. Puedo imaginar a Paulina saludándolo, luego de la junta, si no con esa cuestión a modo de saludo tan propia de los coletos, ¿Yday, vos?, sí con la sonrisa familiar, entre afectuosa y divertida. Como si no hubiese transcurrido el tiempo y apenas ayer se hubieran despedido, al sonido de la chicharra. Los otros asistentes a la junta se hubieran sorprendido con aquello de La Paulina, El Benito. Los coletos no. Siempre anteponiendo artículos antes del nombre propio.
Esa sociabilidad paulinesca, ¡tan distante a mi gesto huraño! Si yo tenía amigas en aquellos años, no me les despegaba a la hora del recreo, por temor a no poder hallar nuevos camaradas. Sin embargo, entre todo mi mar de incertidumbres, había siempre una certeza. La Paulina podía conocer a mucha gente, pero yo tenía un vínculo especial con ella. No sólo por el parentesco y la proximidad de nuestros nacimientos sino porque nadie entendió cómo ella mi carácter excéntrico, en el sentido más literal de la palabra. Alguien que ve la vida desde la periferia, pero con ganas de participar en el campo de juego. Podríamos haber sido primas, hermanas, vecinas, cómplices, pero a mí me gusta más pensarla como lo que siempre ha sido: mi compañera de vida. Porque los compañeros son y no se detienen a pensar si una es inclasificable o no. Compañeras, incluso en la distancia, próximas y todo el tiempo enviando telegramas en clave morse o señales de humo.
En Londres, por ejemplo, un día yo estaba analizando las botas Doctor Martens; no las de maquila asiática, sino las de manufactura inglesa. En eso que veo unas botas amarillas. Pensé que esas eran justo las que usaría Paulina en sus visitas a campo, trepada en el jeep, en sus incursiones a la selva lacandona. Me las llevé hasta Chiapas. Las usó por años, hasta que no dieron más. Y vaya que duran un montón las benditas botas. Yo me sentí muy bien. Era mi manera de decirle, paso a paso: te voy acompañando.
Hay otra historia de zapatos. En su adolescencia, Paulina había empezado a ir a los bailes de coronación de las reinas de la feria. La abuela Carmen iba a viajar a México y Paulina necesitaba unas zapatillas para la coronación. La prima Bety sería la reina del Club de Leones, episodio que luego ella trataría de borrar de la memoria colectiva, en particular aquella foto con el cabello rizado (qué manía por los rizos!) y kilos de maquillaje. De modo que, para asegurarse de que la abuela solucionara el asunto del calzado, Paulina fue a la sala y salió de ahí enarbolando una Biblia. La puso enfrente de la abuela y le dijo: abuelita, jura sobre la Biblia que me traerás las zapatillas. A la abuela no le quedó otro remedio; ya tenía la mano sobre el texto sagrado. O cumples o los círculos del infierno. Volvió con unas zapatillas espectaculares que parecían su pasaporte al cielo.
La casa de la abuela Carmen fue el escenario de la amistad y convivencia de todos los primos. Por la sala de muebles estilo Luis XV pasó corriendo el Roge y el jarrón chino traído de Guatemala salió volando. En esa casa vivieron las tías viudas, el tío Alfredo y los primos Jaime, Carmen, Lucía y Marcela. Los demás no vivíamos, pero sí nos la vivíamos ahí, vacilando a la abuela y haciéndola partícipe de nuestras ocurrencias. Salíamos corriendo de la Josefa, a media cuadra de la casa de la abuela, en Francisco I. Madero 24. El portón no tenía llave. Así que corríamos a la cocina, a ver qué habían preparado de comer, o pedíamos un poco de limonada, de esa jarrita diminuta en el centro de la mesa del comedor.
Recuerdo los desayunos que preparaba la Concha, la cocinera de mi abuelita; calabacitas, huevos revueltos y frijolitos. A doña Mary, la de las largas trenzas, quien quizá acompañó a doña Carmelita hasta en su lecho de muerte. No sé cómo sucedió, en realidad. A mi memoria veleidosa le gusta pensar que en sus últimos minutos, cuando la enfermera pretendía suministrarle un último medicamento, la Concha, doña Mary o Aurorita, cómo se llame esa última acompañante, tuvo un noble gesto: Déjenla en paz; ¿ya para qué?
En el patio de bugambilias se celebraron muchas fiestas infantiles. Aún hoy se conserva una foto de un cumpleaños de la Bety, partiendo pastel, con toda compostura y muy elegante. En esa fotografía hay un detalle que no me pasa desapercibido. Ahí está Paulina y yo, con mi rostro desconcertado de apenas tres años, la tomo de la mano.
Pero sin duda la imagen que prueba ese vínculo indestructible forjado en la infancia es esa imagen afuera de casa de la abuela, en la bajada. La casa ocupa una esquina, en esa calle en declive. Una jovencísima tía Chica preside la foto, sujetando una carreola donde estoy sentada. Tengo unos pocos meses de haber nacido; Paulina y Bety están junto a mí. Es evidente que me faltan unos meses para aprender a caminar. Aún soy pequeña para tan tremenda hazaña. Mis primas las grandes están de pie. Es curioso. Años más tarde, el notario nos adjudicaría un mote peculiar: los gigantes de Nueva York, así, en masculino. Bety sostiene un recorte entre las manos. Paulis se sitúa al lado de la carreola, la tía sujeta su mano. La tía Chica, enorme en aquel entonces, es la única que sonríe a la cámara y entorna los ojos, a causa de la luz solar que le pega de frente. En su rostro hay ecos de la Lucía actual. O de la abuela Carmen joven. Abuela, hija y nieta con rostros tan parecidos, de picardía mal disimulada. Poco importa que la tía Chica haya adoptado la seriedad cuando se convirtió en la maestra María Eugenia. Prueba de su astucia está en el hecho de convencer a la abuela de inscribirla en La Enseñanza, pese a la oposición del abuelo y a que estaba mal visto que las mujeres estudiaran. A la fecha, en los lugares más inesperados, se le acercan propios y extraños para decirle, maestra, yo fui su alumno en la 20 de noviembre. Con usted aprendí la mandolina y la guitarra.
Mis primas llevan idénticos vestidos. Y ahí estoy yo, con mi actitud reposada, pasando los brazos tras mi cabeza. Esto es lo que más me gusta de la foto: estoy sonriendo, con la inocencia de una habitante que recién inaugura el planeta con sus ojos. Sonrío a mis primas con una confianza que no volverá a repetirse en otras fotografías de infancia donde estoy siempre seria, intimidada por la cámara en el estudio fotográfico. Me veo una y otra vez en esa imagen y concluyo que no hay nada mejor en el mundo que esa mañana de sol, ese vestido de olanes, el suetercito abrigador y la sonrisa, idéntica a la que veré cuando nazca Antonio, cuarenta y cinco años después. Pienso que se está bien en el mundo cuando se tiene semejante compañía.
La tía Chica formará desde entonces parte importante de nuestro imaginario de infancia, con su cuarto abarrotado de discos y libros subversivos. Un cuarto propio donde el mundo expande sus horizontes más allá de los confines de San Cristóbal. Sus elepés de ABBA, Mocedades, Boney M By the rivers of Babylon..., las minifaldas, los pantalones acampanados, las visitas de Timoteo, el gringo enorme que parecía guardaespaldas presidencial, quien nos daba clases de inglés y vivía en Cuxtitali, en casa de los primos Ramos Zúñiga. La tía Chica, la que nunca paraba de estudiar, con sus ideas de avanzada, que al abuelo Ramiro le parecían comunistas. La de los amigos raros, a decir de mi papá.
No fueron pocas las veces en que las primas nos quedamos a pernoctar en el cuarto de la abuela. Había alfombras, gatos, ¡y pulgas! Esa habitación tenía su encanto. Fotos antiguas, un cuadro de la virgen, imágenes de bulto, muchos perfumes finos en el tocador; el baño olía a jabón Maja. Sí, el mismo baño donde antes el abuelo Ramiro vocalizaba, con su hermosa voz de tenor, mientras se estaba bañando. Le gustaba tanto cantar, que cuando Humberto Cravioto llegó a cantar a uno de los bailes de la Feria de la Primavera, mi papá logró persuadirlo, al final de la presentación, de ir a cantarle al abuelo Ramiro, a mitad de la noche. Esa es una imagen memorable para mí. El abuelo en pijama y albornoz, enfermo quizá, pero sentado en la sala, sonriendo, mientras Humberto Cravioto canta Granada.
Pero estábamos con las pulgas de la alfombra. Los gatos fueron compañeros de la abuela y puede que de ahí mi hermana Mónica heredara su afición por los felinos, empezando por la Chomi. En una de esas piyamadas, las pulgas nos estaban haciendo la vida imposible. Encendí la luz, abrí la gaveta del buró y les dije a mis primas; vamos a rezar esta novena a San Judas Tadeo, para que se lleve las pulgas. Nos recitamos las oraciones con un fervor sólo comparable a la comezón y la furia con que nos rascábamos.
Pasaron los años. Llegamos a la adolescencia y cada navidad había posada en la casa de la abuela. Marco Fasano, presencia discreta y solidaria, era el nieto ayudante de la abuela a la hora de montar su enorme nacimiento navideño. Por ello se ganó a pulso el derecho de conservar al Niño Dios. Porque en esos tiempos cargar a las imágenes de bulto en la posada era todo un privilegio, peleado por los primos. Creyentes, quién sabe. Pero sin duda creyentes de los rituales de la abuela. No sabíamos los rosarios ni las letanías, pero sí el canto final de las estaciones: Entren, santos peregrinos. Y le entrábamos, sí: A las hojuelas, el ponche y los tamales.
La abuela para entonces empezaba a perder peso, tenía la cabeza blanca, había abandonado los peinados altos de salón, reminiscencia de moda sesentera y se tomaba fotos con los nietos de entonces. Las fotos prueban que nunca perdió su elegancia en el vestir.
Terminé la primaria con once años y medio. Entonces sobrevino la que sería mi gran tragedia de la infancia: recursar el sexto año. Mi mamá me anunció una mañana que repetiría el año pues yo estaba muy chica para ingresar a ese mundo de malandros calenturientos que era la secundaria. Años más tarde, mi mamá comentaría que ellos, mis padres, tomaron la decisión, “para prolongar mi infancia”. Vaya ocurrencia. Es la hora en que, cincuenta y seis años recién cumplidos, me resisto a abrazar las responsabilidades de la adultez. Culto sempiterno a Peter Pan.
En la primaria me habían dicho que sólo los burros repetían año; de ahí que viviera el episodio como uno de los más humillantes de mi vida. Tan traumático fue, que tengo borrado de mi memoria esos primeros días en el Colegio de las Madres, otra vez en sexto año. Paulina me contaría, hace no mucho, que mi papá la convenció de acompañarme a clases la primer semana. De por sí, siempre me aterrorizó la perspectiva de cambiar de escuela. Todo nuevo, cero amigos. Aquí el susto era doble. Nuevo colegio de primaria en la única escuela privada de San Cristóbal; cambio de primaria laica a escuela religiosa. Paulina, experta en relaciones públicas, llegó a hacer pública su solidaridad con la prima derrotada ante la perspectiva de recursar. De ahí en adelante, la autoreprobación no me abandonaría nunca.
Tan es así, que en la víspera de ingresar a secundaria, no pude dormir bien. Mis angustias tenían un solo pensamiento. Llegar a la escuela y encontrarme a mis viejos compañeros de la Josefa, para entonces en segundo año. Creí que todos me señalarían con el dedo de la ignominia. Menos mal apareció la Verónica León y me rescató de mis pavores, a la hora del homenaje a la bandera.
Paulina, en cambio, no tuvo el menor empacho en reiniciar el bachillerato cuando nos fuimos juntas a Tuxtla, a estudiar al Tec de Monterrey. Fui ahí donde desarrollamos una mayor complicidad, porque no sólo vivimos en los mismos espacios (casas de huéspedes, el Hotel Bonampak), sino que ahí me enfrenté con horror a la imposibilidad de entender las matemáticas, la física, la química, el funcionamiento del mundo, la lucha de clases. Lo mío, lo mío, era la literatura.
Otra vez salió mi prima en mi auxilio. Lo suyo eran las ciencias exactas. Gracias a ella, pasé todas esas materias que yo de plano no entendía. Era habitual que yo reprobara matemáticas, y el Tec no ofrecía la posibilidad de presentar extraordinarios. Lógica y conjuntos, álgebra, trigonometría, cálculo diferencial e integral. Para mí, los únicos cálculos posibles eran los espacios de tiempo en que el maestro se distraía y Paulina me mostraba todas las respuestas. Llegó incluso a aprender los trazos de mis letras, para despejar ecuaciones y entregar los ejercicios firmados en mi nombre. No todo fue tortuoso. En Tuxtla asistimos a dos funciones memorables en los cines tras la Catedral: The Wall, con música de Pink Floyd y Purple Rain de Prince. Paulina tenía su cultura musical en inglés. A mí, en cambio, me gustaba la trova cubana. Pero la película The Wall se grabó en mi memoria y su música volvió a mi vida cuando conocí el Reino Unido y pude por fin entender las letras.
Pasada la preparatoria, fue tal el número de veces que reprobé materias y cambié de universidades que creo que, de haberlo sabido, mis padres no me hubieran estacionado en sexto de primaria. Había perdido un tiempo precioso. Yo, siempre sintiendo que llevaba colgadas las orejas de burro y de la insurrección. Paulina, más optimista, me consoló años después, diciendo que para ella, yo era su prima, la inteligente.
Repito. Sólo me gustaba leer. Era tan natural como respirar. Y es por ello que en Eda’s House, la casa de huéspedes, yo le leí a Paulina, por las noches, fragmentos de La historia interminable, de Ende. Las novelas que Paulina leyó, siempre la emocionaron hasta las lágrimas al llegar al final. Cito tres: La reina del sur, Diablo Guardián y Laberinto.
Paulina estudió la universidad en Guadalajara. La foto de generación es peculiar. Dos ingenieras; muchos ingenieros. Destaca la Paulis por su vestido claro y su larga cabellera. Los números le siguen haciendo los mandados. A la ciudad de México me llegan noticias de sus aventuras. Si ya en bachillerato había volado a bordo de una combi, nada extraño que cayera sobre las vías del tren, con el coche de la prima Bety. Yo mando cartas a la colonia Providencia, en Guadalajara. Pregunto cómo le va con el carro nuevo, qué personas conoce por allá. Tiene amigos del norte del país. Los Mochis, Tijuana. Con algunos habrá de reencontrarse años después y harán un viaje del que queda constancia en una fotografía de Instagram. Releo una carta hecha por mí, fechada en 1988. Sonrío. Le estoy pidiendo que me cuente historias de su vida por allá. Esas que dan para largas conversaciones.
De las frecuentes charlas con la Paulina de entonces e incluso las más recientes, rescato su agudo sentido de la observación, esa intuición para conocer el alma de las personas, sus fortalezas y debilidades. Y lo más sorprendente; su capacidad de admitir cuando había actuado mal o llevada por un enojo. No son muchas las personas dispuestas a decir, sí, me equivoqué; juzgué mal; tomé una decisión equivocada. Paulina podía hacerlo.
Nunca dejó de sorprenderme su facilidad para descartar episodios desagradables, personas non gratas, perdonar a amigos que luego resultan no serlo tanto. Esos momentos son como sus dedos machucados, cuando era muy pequeña. Si no fuese porque a veces ella menciona el accidente, es curioso que nunca veo esos dedos mutilados. Veo sus manos, en cambio, en la cocina, preparando pastel helado y la recuerdo cuando estoy haciendo arroz, ese que nunca me salía, hasta la ocasión en que fuimos juntas a Liverpool a comprar una cacerola de aluminio y me fue enseñando el proceso, paso a paso, con esa paciencia culinaria característica de ella y su mamá, la tía Bety. Cuando llega Paulina a la ciudad de México, desde Guadalajara, trae chocolates Arnoldi, a veces medio derretidos por el calor del autobús. La generosidad es su sello. A la fecha, conservo una pulsera que me dio cuando éramos niñas. Estábamos en Plaza Portales, el supermercado familiar, revisando los saldos de la sección de joyería, ya clausurada. Sin más, me dio una pulsera dorada.
Podría enumerar muchos vínculos más con Paulina Trujillo. No quisiera hablar tanto de mí, porque este texto es para ella. Ustedes no lo saben, o quizá sí, si han tenido algún cómplice, algún amigo, alguien que siempre está ahí cuando se lo necesita. Pero no me queda más remedio que nombrar momentos importantes que me involucran a mí. Ahí está la Piola escribiendo para pedir información, a una escuela de inglés en Shrewsbury, la ciudad de las flores, que habíamos hallado, aleatoriamente, por el buscador de yahoo.
La Paulis voló a la ciudad de México cuando nació Antonio y estuvo en el hospital junto a la tía Efigenia. Al Uli, su hermano y amí nos nombró padrinos de bautizo de Sebastián y de paso me bautizó ella a mí como la tía Ades. La Hades Madrina, dije yo, como referencia al inframundo de los griegos.
A mi regreso de Inglaterra, la encontré viviendo con sus hijos y Aurorita en la calle de Tlacoquemecatl, en la colonia del Valle. Estaba trabajando en la Cruz Roja Internacional. De ahí daría el salto a las Naciones Unidas, empleo que la llevaría a trabajar en programas sobre refugiados y migrantes en distintas ciudades de la república: San Cristóbal, Tapachula, Tenosique y Monterrey. Por las redes sociales, la vimos en lugares tan remotos como el continente africano, rodeada de guerreros masai. El inglés le resultó de extrema utilidad. Si ya lo había aprendido en las canciones, lo perfeccionó en Canadá, en un curso de verano. Su hijo Mauricio, con los años, abrazaría la causa de los migrantes, primero en Guadalajara y ahora en Tapachula. La ceremonia de graduación de Sebi la vimos en línea. Nunca supe en qué momento dejó de ser ese bebé nacido en San Cristóbal, en el hospital de las madres y se convirtió en el universitario egresado de la UAM. Me alegra que conserve el vocho color guinda de su mamá y que antes perteneció a la prima Bety. Es algo así como las botas Dr. Martens. Circula el vochito y Paulina sigue paseando por las calles de Sancris también.
¿Tienes algún pendiente? Le pregunté a Paulina, en la que sería nuestra última conversación, el año pasado. Ninguno. Luego lo pensó mejor: Bueno, me habría gustado pasar más tiempo con mis hijos, en lugar de estar trabajando todo el tiempo. Y vaya que trabajó, incansable, hasta el final: haciendo home office durante la pandemia, incluso en el hospital, después de las cirugías.
Volé dos veces a Monterrey en 2023. Siempre hallé a Paulina acompañada de sus amigos y hermanos. La Bety estuvo ahí, siempre con una sonrisa. En una despedida hay dolor, me dijo, pero también mucho amor. Eso me tranquilizaba mucho. Sabía de su don para crear vínculos entrañables donde quiera que iba y que la solidaridad estaba regresando. Los amigos de la ONU, los que llegaban de lugares distantes del país, el colombiano que trabajó con ella en Tabasco, los choferes de la Cruz Roja que preguntaban por ella, las amigas de San Cristóbal, Mónica Bucio, quien dejó suspendida su vida en Oaxaca para cuidarla. Se dice fácil. No cualquiera tiene los recursos para cuidar, con paciencia amorosa, a alguien que se está yendo, silenciosa, irremediablemente.
Y aquí estoy yo hoy, concluyendo un escrito que ella me pidió leer, y nomás no pude escribirlo, porque cada vez que lo intentaba, se me salían las lágrimas. Me parecía de lo más pinche y mezquino convertir una historia de amor entrañable, una complicidad, la vida de la persona que siempre me tendió la mano en los momentos más angustiosos de mi vida, en meras letras inservibles. Porque nada, nada habría podido salvarla.
Lo más que alcancé a hacer fue llegar a verla a Monterrey para contarle esta historia. Siendo niña, mi libro favorito era, sigue siendo, El principito. Lo leía de cabo a rabo, pero siempre evitaba el final, porque la despedida del pequeño príncipe era para mí un mar de lágrimas. En el hospital, junto a la ventana, le dije: esto es como el final de El principito; no lo quiero leer. Se me enturbiaron los ojos al momento de la despedida. Tú siempre me acompañaste en los momentos difíciles. Y ahora yo, no te puedo acompañar. Ella, que nunca alzaba la voz, la levantó con energía y me dijo: Ni quiero que me acompañes.
En San Cristóbal, junto a su cama, pude leer, por fin, los dos capítulos finales. Otra vez se iba de avanzada, para estar ahí, en el andén, cuando llegase mi turno. Mi compañera de vida se despidió de la vida, diecinueve días después de haber cumplido cincuenta y seis años. Sus hermanos e hijos la acompañaron hasta el final. El Uli llegó corriendo desde Tuxtla. Roge, sereno, disponiendo los detalles administrativos en el hospital. Bety, toda presencia de ánimo. Supongo que Alfredo, alias Pingüis, el menor de los Trujillo Ramos, la acompañó en los últimos momentos con un solo de guitarra, desde lo más profundo de su corazón.
Cada año sonaba el teléfono el veinte de enero. La voz de Paulina, cantando Las Mañanitas. Una vez desde Monterrey, Alfredo y Ximena hicieron el coro. El regalo impagable de su efecto. En este 2024, por extraño que parezca, me quedé todo el día esperando su llamada. En mi celular aparecieron mensajes de sus hermanos, del tío Jesús. Los familiares. Esa noche abrí mi ventana para ver los cohetes de la feria de San Sebastián, en el barrio de Axotla, donde vivo. En la oscuridad, se fueron sucediendo las imágenes: la habitación, en casa de la tía Carlota, Paulina rodeada de flores blancas. La Nina leyendo un texto. La prima Paty mostrándome una foto donde estamos las dos, Italia y Paulina, vestidas de Adelitas, en algún festival de la primaria. Marco Fasano preguntándome en la iglesia si ya escribí el texto. Toda una vida convertida en memorias y recuerdo. En ese momento comienzo a bosquejar estas líneas.
Tengo ganas de escribirle a la Paulis y contarle que, desde su partida, he comenzado a vivir sin tanto miedo a las reprobadas. En la vida se gana y se pierde. Y no hay quien saque un diez en la aventura de vivir. O quizás unos cuantos. Paulina fue feliz muchas veces: cuando nacieron Sebastián, Mauricio y Ximena; en sus viajes, en los paseos por la república con sus amigas, cuando organizaba el mundo con precisión de ingeniera desde su computadora. En un concierto de The Cure en la ciudad de México. Fue un espíritu libre y no quiso casarse nunca, ni con una pareja, ciudad, país o ideología. Estuvo, eso sí, donde había que estar, al pie del cañón, con los que la necesitaban. También enfrentó con optimismo y valentía los momentos difíciles. Podía quedarse sin empleo pero jamás sin su sonrisa. Ser mesera del Cocoliche o funcionaria internacional. En la posada navideña de 2022, cantó en el karaoke, acompañada por Mónica, Tití me preguntó. Y hace unos meses, me dijo: Este año nos toca cantar una de Peso Pluma.
Ya no se pudo. Aunque no lo mencionáramos, todos sabíamos esa tarde que Paulina ya no estaba. O quizás sí. Las personas queridas no mueren nunca para quien las recuerda. Están los gestos imperceptibles, los guiños cómplices, el sentido del humor, los momentos en que nos desternillamos de risa. Me queda un video donde ella conversa con un Antonio pequeño, apenas balbuceante, mientras examinan unos luchadores de plástico. Tiene el don de hablar con los niños y eso lo sabe bien su sobrina Ana Luisa. En esta ocasión, la Paulis le dice a mi hijo: tu papá te va a llevar a la Arena México. La evoco aplaudiendo en las luchas, en el momento en que el Vampiro Canadiense salta al ring.
Miro por último la fotografía de la carreola, en mi librero. Ahí está mi rostro feliz. Es la expresión de quien sabe a la Paulis acompañándome desde un lugar secreto, donde despeja ecuaciones y titubeos. Es una promesa solemne avalada por muchos libros, unas botas mágicas y la pulsera dorada que se ha vuelto un amuleto. Y en este mar de incertidumbres, cincuenta y seis años después, sonrío de nuevo y me quedo con una certeza; mis primas, las grandes, están de pie.
Ciudad de México, 25 de Enero de 2024.